Monday, January 9, 2012

Asalto en Polanco

Polanco es una colonia que se caracteriza por su elegancia. No por las tiendas donde se pasean las señoras y los guarros de los narcos sino por su hermosa arquitectura colonial, sus grandes avenidas plagadas de árboles y la compañía permanente de inmortales como Homero, Aristóteles, Galileo, Verne y Poe por mencionar algunos.

Polanco también parece tener un efecto sobre la gente que navega dentro de ella. Caso sencillo es el de la señora Narco y el orangután que le va oliendo los pedos. Este par de criminales navega sobre Campos Elíseos e instantáneamente adquieren una forma de caminar elegante, se les alza la nariz y apestan tal cual parisino. Ella que comúnmente habla con un vocabulario de no más de cien palabras ahora lo hace con elocuencia y cierto acento atractivo. Él que generalmente apesta, sigue apestando! Habrá que analizar qué pasa cuando toman Aristóteles; quizá no deje de apestar pero podrá usar ese destello de inteligencia para seducir a la patrona.

Mucha gente se ha dado cuenta de las virtudes que adquieren y las ponen a trabajar a su favor. Hay personas que se pasean por Homero y luego se meten a un bar en los campos elíseos para conquistar parisinas elegantes, pero apestosas, inundándolas con poesía épica donde ellos son los protagonistas. Hay otros quienes prefieren pasear por Galileo y reunirse con sus colegas en restaurantes para asombrarlos con su amplia cultura sobre las ciencias y las artes; claro, incorporando palabras en italiano sin dar tropiezo. Para aquellas mujeres vanidosas, sin embargo, no hay por donde pasear para realzar su belleza. Incluso hay algunas que no tienen cuidado al planear su ruta y pasan por Hegel antes de entrar a los bares sin saber que se han convertido en una réplica del poco agraciado filósofo alemán, pero con tetas.

También, como estas mujeres, hay mucha gente que sufre de estos asaltos de inteligencia, sabiduría, elegancia o elocuencia sin saberlo. Y una noche larga en Polanco tuve oportunidad de interactuar con algunos de ellos.

Al primero lo encontré en una espléndida casa colonial en la calle de La Fontaine, esquina con Horacio, a la que me habían invitado. Ya infectado con las virtudes de poeta francés él se hacía llamar Sr. Fromage y asombraba a los invitados con un talento sobrenatural para degustar vinos. De la misma manera, habiendo adquirido cualidades de demagogo gracias a Horacio, nos contaba relatos en forma de rimas y prosas de sus épicas aventuras por los viñedos de Sudamérica y Europa. De aquella reunión salí con el Sr. Fromage a un bar que él recomendaba.

El bar estaba ubicado en la calle de Julio Verne esquina con Campos Elíseos, por lo que al parecer nos esperaba una noche llena de aventuras de ciencia ficción compartidas con parisinos apestosos. Después de un par de horas dentro del bar el Sr. Fromage había perdido sus cualidades de demagogo y sommelier, por lo tanto se dedicó a beber licores de mala calidad y sin tener nada interesante que comentar se perdió entre la multitud. En su lugar conocí a Natachna, una preciosa señorita de grandes ojos cafés, cabello castaño, largo y ondulado, luciendo un elegante vestido negro que abrazaba su figura, y unos tacones que la elevaban al nivel de la barra. Por fortuna, ella no había adquirido los malos olores de los parisinos y su perfume alborotaba la testosterona de los presentes. Lo que si la había asaltado era la virtud de Verne para contar historias de ciencia ficción. Era tal el exceso de aventurismo que se creía dentro de una historia de terror, en la que era perseguida por animales salvajes. Lloraba sin parar. Afirmaba que uno de esos animales salvajes estaba también en el bar y que necesitaba salir de ahí. Aprovechando su credibilidad en temas de ciencia ficción le ofrecí un elixir que le daría poderes para combatir a las fieras; en realidad era un jägermeister, como los que el Sr. Fromage se había dedicado a beber. Se lo tomó de un solo trago y el placebo hizo efecto de inmediato: dejó de llorar, levantó la cabeza con mirada firme, me tomó del brazo y me llevó al extremo opuesto del bar. Ahí, lejos de los animales salvajes me propuso un viaje extraordinario, digno de Verne, que empezaba bailando salsa con los cubanos, luego ir a cantar karaoke con los japoneses y para terminar, fumar hookah con los árabes.

Emprendimos el viaje sin saber que la extraordinaria aventura terminaría en una tragedia de terror…

Salimos por la calle de Verne en dirección al parque. Durante el camino Natachna señalaba animales fantásticos y otros elementos de su imaginación que nos metieron a un mundo maravilloso. Había pájaros gigantes con alas de fuego iluminando el camino, perros detrás de las rejas de las casas que cantaban Arias y libélulas fosforescentes sobre nuestras cabezas. Al llegar al parque los árboles se apartaban para mostrarnos el camino y las fuentes hacían puentes de agua que brillaban con el fuego de los pájaros. La imaginación de Natachna para crear escenarios era insólita.

Pero de pronto los pájaros se convirtieron en zopilotes. Horribles aves que circulaban encima de nosotros en espera de la muerte. Los perros que cantaban Arias ahora eran espantosas hienas que gruñían con rabia y trataban de arañarnos. Las libélulas ahora eran moscas que no dejaban de zumbar por nuestros oídos. Los árboles se cerraban sobre nosotros y tapaban la luz de la luna, dejándonos en una calle fría y obscura. Pero esto no era producto de la imaginación de Natachna; sin darnos cuenta salimos del parque y nos metimos a la calle de Alan Poe. Alguien estaba creando una historia de terror y nosotros éramos los personajes. Del extremo opuesto de la calle apareció un sujeto que caminaba hacia nosotros. Entre más se acercaba más conocido se nos hacía, hasta que ya no hubo duda… era William Wilson, el asesino de la novela homónima! Acorralados por las hienas por detrás era imposible correr. Wilson se acercó, sacó un revólver plateado y dijo

–Esto es un asalto.

Que extraño para un personaje de Poe hablar con tal redundancia. Quizá la virtud del lenguaje no se había incorporado aún en Wilson. Pero a estas alturas, ya con sacar tremendo revólver no hay necesidad de aclarar lo que está pasando.

Wilson repitió – Esto es un asalto cabrones, denme todo lo que traigan!

Definitivamente, la virtud del lenguaje aún no hacía efecto en Wilson.

Conociendo la naturaleza homicida de Wilson no dudamos ni un instante y le entregamos todo lo que teníamos: teléfonos, cartera, bolsa, un boleto del metro, el peine que llevaba en la bolsa trasera del pantalón y el pomo que nos robamos del bar.

-Ahora váyanse para allá

Nos fuimos a la banqueta, donde había menos luz. Ya no teníamos nada más que darle, pero seguía apuntándonos con el arma. Me apuntó ahora a mí y dijo

-Ahora quítale la tanga

Maldito Allan Poe. Que escena tan cínica estaba creando. Wilson seguramente pensaba que Natachna y yo éramos pareja y que para mí quitarle la tanga sería un movimiento casual. Meter la mano por debajo del vestido y jalar la prenda. Lo que Wilson no sabía era que Natachna y yo llevábamos 10 minutos de conocernos, de los cuales 8 los pasamos en un mundo de ficción. Pero no había de otra, tendría que meter la mano en terreno prohibido para no pasar a ser comida de zopilote. En eso, volteo a ver a Natachna con cara de “ni modo” y con un movimiento de entre mago y stripper, se quitó la tanga a una mano, sin ver, y sin mover el vestido. Wilson y yo quedamos con la boca abierta, asombrados por la destreza de Natachna. Wilson tomó la prenda, se dio la media vuelta y desapareció en la obscuridad.

La tanga de Natachna nos salvó la vida! Corrimos a Campos Elíseos para abandonar las escenas de Poe y nos perdimos entre los parisinos malolientes.