Wednesday, November 30, 2011

Viernes Santo

Para los alumnos, el periodo de vacaciones de semana santa es un evento que se espera con mucha ansiedad. A pesar de que es un periodo de reflexión para los católicos/cristianos, para la gran mayoría de los alumnos (incluso para los que se dicen católicos/cristianos) son 15 días de libertad; el viernes santo es un viernes más, pero con olor a pólvora, música de feria y miles de peregrinos conmemorando la pasión de cristo. Me imagino que para los peregrinos, el viernes santo no solo implica caminar detrás de la cruz, sino también aguantar a los alumnos de su zona tocándoles el claxon y respirar los humos tóxicos que despiden sus coches.


Es un periodo también para saldar cuentas con esa vocecita que habla detrás de su cabeza y no lo deja dormir, recordándole todas las cosas malas que ha hecho en el año. Para algunos, basta con meterse a una especie de cabina telefónica, hablar con un extraño y sacar todos sus trapitos al sol. Se entiende que este personaje funciona como intermediario entre el creyente y el jefe de jefes (algunos lo llaman dios, otros buda, etc.). Al terminar el monólogo, el intermediario se comunica con el jefe y recibe el saldo. No sé por qué alguna empresa de telecomunicaciones no ha invertido en contratar a uno de estos personajes, ¿no se habrán dado cuenta que dominan desde hace varias décadas la comunicación telepática? En esas cabinas no hay teléfono, ni correo electrónico, ni twitter. Es más, ni siquiera hay electricidad. El caso es que el intermediario recibe el saldo y se lo hace saber al creyente. El creyente, no sabiendo de la impresionante muestra de tecnología que acaba de presenciar, prosigue a pagar la cuota para sanar su alma: cinco aves marías, diez padre nuestros, o un rosario… dependiendo de la magnitud de sus delitos. ¿Sabrá el creyente que sin saberlo se está comunicando con el capo usando un canal de telepatía?

Yo no soy creyente, ni confío en contarle mis secretos a un personaje disfrazado. Pero si creo que de vez en cuando hay que sanar el alma. ¿Qué mejor medio que éste? Me confieso:

Hace unos 15 años, durante las vacaciones de semana santa mi primo chícharo me invitó a jugar una cascarita en una cancha del pueblito de Contadero. Tomamos un pecero en reforma que nos llevó hasta uno de los puentes nuevos de aquella época en la carretera libre. De ahí nos propusimos caminar hasta la cancha; pero nunca llegaríamos. En el trayecto cruzamos la calle que llevaba a mi secundaria, donde el chícharo había cursado solamente un año. La nostalgia del chícharo y mi curiosidad de ver la escuela en plenas vacaciones desvió nuestro rumbo y nos fuimos directo a la escuela.

Llegamos a la entrada principal, que en realidad era la única entrada, y consistía en una reja de gallinero sin candado. Sin mayor problema abrimos la reja y nos metimos. Al parecer no había nadie y recorrimos salones de clases y áreas comunes con calma. Yo me tomé unos minutos para leer algunos de los comunicados que estaban puestos en un ventanal y de pronto sentí un golpe de aire fuertísimo en la cabeza y en menos de un segundo estaba cubierto de polvo rosa. Sin tiempo de entender que estaba pasando voltee y sentí lo mismo pero ahora en la cara. Escuché la risa del chícharo y lo vi correr con un extinguidor. Fui en busca de otro extinguidor para tomar revancha y al cabo de media hora los dos estábamos cubiertos de polvo rosa y agotados. Decidimos regresar los extinguidores a su lugar y seguir el plan original, pero al pasar por la oficina de una de la directora vimos que la ventana estaba abierta. Sin pensarlo apuntamos el extinguidor hacia el interior de la oficina y tapizamos las paredes, el escritorio y los documentos de rosa. La oficina brillaba por si sola de tanto color. La ilusión óptica era increíble, no había perspectiva, ni distinción entre la textura de una silla de mimbre y una de plástico. Ni Dalí hubiera podido pintar una imagen tan fantástica.

Salimos de la escuela y para cuando llegamos a la cascarita ya nos olvidamos del acto de terrorismo que acabábamos de cometer. Y así terminaron nuestras vacaciones de semana santa, con sabor y olor a fosfato mono amónico en vez de pólvora.

Pero llegó el primer día de clases. Y aun sin haber tenido tiempo de platicarle a mis confidentes lo que había hecho con el chícharo se apareció en nuestro salón la directora y el encargado de mantenimiento. Susurraron algunas palabras con la maestra y ambas voltearon a ver al de mantenimiento mientras él observaba con cuidado a cada alumno. En el ambiente se sentía la tensión y hasta la temperatura bajó. La cara desencajada de la directora, la mirada furiosa del de mantenimiento y los alumnos pálidos bien podría remplazar las de un general, un capitán y el batallón de donde sacarían algunos soldados para mandar a la guerra. La vista del de mantenimiento por fin llegó a mi lugar y sin titubear levanto el brazo, me señaló y dijo: El

Pero le faltaba otro sospechoso así que siguió tratando de identificar al chícharo. El de mantenimiento y yo sabíamos que lo estaba buscando, pero solo yo sabía que nuca lo iba a encontrar. Buscaba a un joven de piel blanca, pelo café obscuro y chino, ojos azules, y como de 1.70m de estatura. Llegó al último alumno y al no encontrar a su sospechoso y no querer quedar mal con la directora levanto el brazo, apunto al azar y dijo: Y él. Todos volteamos a ver a la víctima del sorteo, que ya tenía cara de sacerdote al escuchar la confesión de Maciel. Pero nadie más sorprendido que yo. La víctima de la ruleta rusa resultó ser de piel morena, pelo negro y corto y ojos obscuros; pero eso si, 1.70m de estatura.

Y así, sin dar explicaciones nos llevaron a la oficina de la directora. Con una breve sinopsis la directora nos explicó que dos personas habían entrado durante las vacaciones a cometer actos de vandalismo, entre ellos, dejar su oficina como algodón de feria. Continuó por informarnos que el centinela, ojo de águila, nos vio entrar a la escuela desde una ventana y que esté seguro que nosotros somos los culpables.

Mi compañero ya para entonces tenía cara del mismo sacerdote pero que acaban de acusar de pederasta. Y así como si la directora fuera San Pedro en las puertas del cielo, la encaró, sacó el pecho y le dijo que era imposible que él hubiera cometido semejante pecado; contó como desde el primer día de vacaciones su familia lo subió a una camioneta con el resto de sus primos y se los llevaron a Monterrey a visitar a la abuela. Volvió hasta la tarde del domingo y que ahí trae el sándwich de huevo con machaca para comprobarlo.

Mientras tanto, yo trataba de formular una excusa igual de contundente que la de mi compañero. Algo que decir para que no hubiera la menor sospecha de que yo estuve en la escuela. Es más, cualquier cosa para poner en duda mi proximidad a la escuela e incluso a la ciudad, quedar libre de pecado y evitar la crucifixión.

Satisfecha con la explicación pero aún con ganas de sacar la tarjeta roja y crucificar a alguien, la directora volteo hacia mí y pregunto:

-Y tú, ¿dónde estabas el viernes santo?

-¿Yo? No pues yo estaba enfermo en casa de mi abuela aquí en la ciudad…

¡Crucificado!

Tuesday, August 16, 2011

Un rapidito en la mañana

En la pubertad, tener coche es uno de los privilegios que más provecho le pueden sacar los adolescentes. Al momento de obtener tan codiciado patrimonio, el puberto es libre. Se libera de la esclavitud del camión de la escuela y se libera de la pena de que la mamá tenga que ir por él a cualquier lugar. Pero lo más importante, en el caso del hombre, es que adquiere la libertad de llevar a la novia (casi nunca al novio porque la comunidad gay de mi generación salió del closet una década después) de paseo sin tener que rendir cuentas a nadie.

No fue mi caso. Al menos durante varios años de mi pubertad fui cautivo del horrendo camión amarillo dentro del cual se inhalan gases tóxicos que lo dejan a uno en estado inadecuado para estudiar; con asientos tan ajustados que uno no se puede sentar derecho e inevitablemente se pega en la cabeza cuando pasan los topes; y la invariable ventana que nunca se puede cerrar y en la mañana la brisa le deja un cachete paralizado.

Por suerte, uno de mis mejores amigos manejaba su propio vocho azul desde los 10 años. La única desventaja que ahora reconoce viéndolo en retrospectiva, es que al parecer no pasó por la pubertad. La voz no le cambió gradualmente como a todos los demás... más bien un día mientras manejaba y cantaba, paso un bache y la voz bajó tres o cuatro registros. Tampoco sufrió con el súbito incremento de producción hormonal que deja a la mayoría pensando únicamente en sexo... el fue un poco más precóz y a los once años ya habia amanecido entre las piernas de varias mujeres. Ese era mi amigo Ruben.

Lunes, 6:45 am, tercero de secundaria. Suena la alarma, en mi sueño el ruido de la alarma se transforma en una placentera melodía que me arruya otros cinco minutos. Esos minutos en los que los sueños son más vívidos y el subconciente nos regala la escena ídeal con el amor platónico; suficientes para poner el superávit de hormonas en paz. 6:50 entra mi mamá: levántate que se te va a ir el camión!. El amor platónico se esfuma justo antes de quitarse la camisa. La placentera melodía cambia por un incesante golpeo en la cabeza.

Sin muchas ganas, pero sabiendo que es peor perder el camión que levantarse temprano, me meto a la regadera, me pongo una camisa y lo mismo que el día anterior. Me cuelgo la mochila, me tomo un vaso de jugo, agarro la guitarra para la clase de música, y la clásica torta de jamón.

Con el pelo aún mojado salgo a la calle para encontrar al camión. Son dos o tres cuadras de incertidumbre...a veces el camión pasa un poco más temprano y el chofer, como buen autómata, no ve niño y se sigue a la siguiente dirección. Pero a veces el camión pasa más tarde, y de la misma manera, como buen autómata hace lo posible por llegar a la hora indicada y maneja el torpedo amarillo como si tuviera la suspensión de una Range Rover.

Al dar la vuelta en la esquina, veo el camión parado en el semáforo. Como sherpa del Himalaya, salí corriendo con todos mis bultos sólo para ver prenderse el foco verde y el camión pasar. El autómata ni siquiera volteó a buscarme y los demás alumnos, como llevaban el cachete paralizado, no pudieron avisar.

Igual, como sherpa, pero derrotado llegue jadeando a la avenida y vi al camión alejarse y mis esperanzas murieron. Pero no duró mucho mi tristeza... cuando voltee a buscar un pecero, a lo lejos vi un vochito azul. Es baja la probabilidad, pero ¿que tan grande sería mi suerte si fuera el vocho de Ruben? Entre más se acercaba más me emocionaba. Tras el parabrisas empañado, con huella de mano como la del titanic, empezaba a distinguir la figura de Ruben. Por fin llegó al semaforo, se prendió el foco rojo y justo frente a mi estaba Ruben con su novia al lado (eso explicaba la huella). Sin siquiera pensarlo agarré mis bultos y di paso hacia el coche. Ruben, al ver mis intenciones con la mirada fija en mis ojos, levanto el dedo índice sin soltar las manos del volante, y lo movio de un lado a otro dándome a entender que no me iba a llevar!

Un par de semanas después me encontré a Ruben y le reclamé:

- ¿Que no viste que me había dejado el camión? ¡Vamos al mismo lugar! ¿Que te costaba darme un aventón?
- Perdón, no podía.
- ¿Cómo que no podías? ¡¿Que pinche excusa es esa?!
- Es que me iba a echar un mañanero con mi novia

¿Que le dices?

Monday, March 28, 2011

Atrápeme si puede

Alberto es uno de los apodos de uno de mis mejores amigos. Lo llamamos así por su gran parecido a la leyenda de la balada de rock mexicana: Alberto Vazquez. Grave y definida voz, capaz de cautivar a decenas con un simple susurro.
Un buen día decidimos irnos de pinta para disfrutar la alberca del club Yaqui. El único problema era que él era socio del club y yo no. Pero eso era, en nuestra opinión, tan fácil de resolver como sacar una licencia para manejar a los trece años. Lo más seguro era que nos encontraríamos con una recepcionista que por estar ocupada hablando por teléfono o llenando formas con la máquina de escribir (no existía el internet todavía) asumiría que ambos eramos socios y no se daría la molestia de pedir identificación.

Así que con traje de baño puesto bajo los jeans nos subimos al vocho amarillo que Alberto había heredado de su hermana, que a su vez había heredado del hermano que lo obtuvo como regalo de 18 años. El pobre vocho no tenía acelerador; tenia una cuerda que salía por la ventana, entraba al motor por la cajuela, y se amarraba al chicote del acelerador. El conductor, debía manejar con una mano al volante, sostener y jalar la cuerda con la otra para acelear. El vocho también carecía de claxón, pero tenía los cables expuestos. Para hacerlo sonar, bastaba con conectar uno de los cables a la cabeza de un martillo de herrero que viajaba debajo del asiento del conductor. El sonido no era el esperado, pero ya nos habíamos acostumbrado al graznido de pato en celo que salía del vocho amarillo y a las miradas de asombro de los coches vecinos.

Llegando al club nos dimos una vuelta por la recepción antes de estacionarnos y nos dimos cuenta que había que considerar otra forma para que yo entrara; en lugar de recepcionista habia un guardia de seguridad! De esos a los que se les da una orden y no hacen otra cosa; autómatas que han invadido la ciudad y nos esperan a la entrada de los bancos. También han infiltrado las líneas de teléfono de cualquiér servicio a cliente, y sobre todo ocupan muchos puestos de gobierno. Algunos son tan poderosos que han llegado a tomar la presidencia del país.

El plan B no tuvo el menor grado de sofisticación. Sali corriendo junto a la enredadera que delimita el club, me subí en un basurero, y brinqué sobre la puerta de servicio que daba a un jardín. Ahora solo tenía que actuar con naturaleza y llegar a la alberca, donde Alberto me estaría esperando. Así que comencé mi pasito tun tun. Pasé el área de mantenimiento, el de la cocina, y di la vuelta sobre el camino empedrado, como lo haría cualquier socio, hacia la alberca. Estaba a unos cien metros de ella, ya veía a Alberto con cerveza en mano y el agua a la cintura cuando escuche a mis espaldas la voz de un autómata - Joven, disculpe.
Yo continué mi pasito tun tun, pero un poco más acelerado. Como cualquier socio, pero que se está cagando! Y de nuevo, pero un poco más fuerte escuche al autómata - Joven, me permite?
Esta vez era inevitable hacerse el sordo. El autómata estaba oliéndome los pedos.

Giré hacia él - Ay, perdón, no lo escuché. Qué paso?
- Me permite su credencial por favor?
-Uy, no la traigo poli. Voy a la alberca y dejé la cartera en el coche.
-Bueno, no se preocupe. Nada más verifico su nombre y número de socio con la oficina.

En este momento supe que, por alguna razón, el autómata sabía que yo no era socio y que haría lo posible por comprobarlo. Creo que él tambien sabía que yo sabía, y comenzamos una batalla, como una mano de poker. Por fortuna yo tenía varios aces bajo la manga...

-Me llamo Alberto Vazquez, número de socio 450089. Esto era cierto. Sabía el número de socio porque lo había usado varias veces antes para entrar haciéndome pasar por Alberto o su hermano.

El autómata repitió los datos por su radio y lo único que recibió fue:
-Tres cuatro, tenemos un secenta y tres.
-Entendido, dijo el autómata. Alberto, por favor acompañame a la oficina.
-Ay poli, no puedo pasar de salida?
-Negativo. Me informan que lo debo llevar de inmediato.

Al parecer mi primer as no fue suficiente para convencer al autómata. Ahora tendría que lidiar con el autómata mayor. Caminamos de regreso por el camino empedrado. Mire sobre el hombro y pude ver al verdadero Alberto observandonos desde la alberca. Por fortuna, el vapor del agua y las macetas que rodean la alberca distorsionaban su imagen y no había manera de que el autómata supiera que el verdadero Alberto Vazquez estaba ahí.

Entramos a la oficina y me recibió el autómata mayor.

-Joven, es usted Alberto Vazquez?
-Si señor. Hay algún problema?
-Porqué te brincaste la puerta de servicio?
-Ah, es que por ahí llego más rapido a la alberca.
-Y que, ibas a nadar vestido así?
-No. Ya tengo puesto mi traje de baño! Y se lo enseñé.
-Pues está prohibido entrar por ahí, ya lo sabe.
-Bueno, discúlpeme; pa´la otra entro por la puerta principal.
-Y donde está tu credencial?
-No tengo, la perdí. Tengo casi un año de no venir al club porque estaba fuera de la ciudad estudiando.

Después de este round, el autómata decidió atacar con una estrategia diferente. Esto lo diferenciaba de los otros autómatas y me empecé a poner nervioso. Pero mantuve la calma, como cualquier socio que se hace pasar por otro.

Tomó un libro de su escritorio, le dio la vuelta a varias hojas y mirando el libro preguntó:
-Como se llama tu papá?
-Luis
-Y tu hermana?
-Mariana
-Y tu hermano?
-Luis

Seguía esquivando las balas, pero el autómata mayor no dejaba de disparar. Aún no lo podía convencer. Había algo que no cuadraba con su algorítmo. El automata miraba el libro y me volteaba a ver a mi. Dos veces repitió lo mismo hasta que echó toda la carne al asador...
Me mostro el libro donde había fotos de cada socio, agrupadas por familia. La familia de Alberto ocupaba toda una hoja, y ahí estaba Alberto: piel trigueña, ojos cafés, pelo castaño ondulado, nariz ancha, y una cicatríz en la frente. Y ahí, sentado frente a los dos autómatas estaba yo: piel blanca, ojos verdes, pelo güero liso, nariz mucho más chica, y arete en el oído.

-Y éste eres tu? Dijo el autómata con cara como del que sabe que ha ganado la mano de poker.
-Si. Pero esa ya es una foto vieja. Dije yo con cara como del que no tiene nada que perder.

El autómata no lo podía creer. No había dos personas más diferentes en la tierra y aún así no podía comprobar mi crimen.

-Bueno, pásale por aqui Alberto.

Me llevó a otro cuarto, me sento en un banquito, me tomó una foto, y me entregó una credencial del club Yaqui con mi foto y mi nombre: Alberto Vazquez.